viernes, 12 de agosto de 2016

ENRIQUE BANCHS, EL POETA OLVIDADO POR SÍ MISMO






Enrique Banchs es, sin duda, uno de los más grandes poetas que ha dado la Argentina. En el período que va desde sus 19 a sus 23 años publica toda su obra: Las barcas (1907), El libro de los elogios (1908), El cascabel del halcón (1909) y La urna (1911). Cae luego en el más absoluto silencio, ya vuelve a publicar, y se resiste a reeditar.

Recuerdo que, siendo yo adolescente, tras el fallecimiento de un señor Aíta que vivía en un palacete en la intersección de la Avenido Alvear y Parera, se remataron sus pertenencias. Vimos con mi padre, en lote aparte, un ejemplar de El cascabel del halcón. Hasta el día del remate nos pasamos afilando el lápiz por ver hasta cuánto podíamos pagar por él, pero la puja lo superó muy largamente.

Sólo unos años después, en 1967, el Centro Editor de América Latina publica la colección Capítulo. Historia de la Literatura Argentina. En el número que le dedica lo acompañacon un ejemplar de El cascabel del halcón. 

Pero aunque poco se podía conseguir de la obra de Banchs, en 1964 Ediciones Culturales Argentina, en su colección Argentinos en las letras, publicó sobre el autor un ensayo de Leónidas de Vedia que incluyó una selección de sus poemas.

Algunos años después de su fallecimiento, en 1981, la Academia Argentina de Letras publicó dos tomos con su obra completa, uno de su poesía y otro de su prosa.

Transcribo dos de sus sonetos:

EL SANTO

En el vetusto porche de la iglesia pueblana,
Un santo de madera, desde hace ochenta años,
Siente caer la lluvia que rueda de los caños
Sobre las humildades de su cabeza cana.

En la espalda del santo, donde se unen los paños
De su traje simplista con la ojiva ventana,
Al ritmo de los cantos de la ingenua campana,
Han hecho tibio nido los pájaros huraños.

Y cada primavera, como abriéndose un arca,
Salen muchos gorriones del hombro del patriarca
Y se van los gorriones con la nube que pasa.

Mientras se queda el santo con su rostro de asceta
Y su cabeza cana. La mano siempre quieta
Bendice largamente los pinos de la plaza…
(La urna)

I

Entra la aurora en el jardín; despierta
Los cálices rosados; pasa el viento
Y aviva en el hogar la llama muerta,
Cae una estrella y raya el firmamento;

Canta el grillo en el quicio de una puerta
Y el que pasa detiénese un momento,
Suena el clamor en la mansión desierta
Y le responde el eco soñoliento;

Y si en el césped ha dormido un hombre
La huella de su cuerpo se adivina;
Hasta un mármol que tenga escrito un nombre

Llama al Recuerdo que sobre él se inclina…
Sólo mi amor estéril y escondido
Vive sin hacer señas ni hacer ruido.


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