Enrique
Banchs es, sin duda, uno de los más grandes poetas que ha dado la Argentina. En
el período que va desde sus 19 a sus 23 años publica toda su obra: Las
barcas (1907), El libro de los
elogios (1908), El cascabel del halcón (1909) y La urna (1911). Cae luego
en el más absoluto silencio, ya vuelve a publicar, y se resiste a reeditar.
Recuerdo
que, siendo yo adolescente, tras el fallecimiento de un señor Aíta que vivía en
un palacete en la intersección de la Avenido Alvear y Parera, se remataron sus
pertenencias. Vimos con mi padre, en lote aparte, un ejemplar de El cascabel del halcón. Hasta el día del
remate nos pasamos afilando el lápiz por ver hasta cuánto podíamos pagar por él,
pero la puja lo superó muy largamente.
Sólo unos
años después, en 1967, el Centro Editor de América Latina publica la colección Capítulo. Historia de la Literatura
Argentina. En el número que le dedica lo acompañacon un ejemplar de El cascabel del halcón.
Pero aunque
poco se podía conseguir de la obra de Banchs, en 1964 Ediciones Culturales Argentina, en su colección Argentinos en las letras, publicó sobre
el autor un ensayo de Leónidas de Vedia que incluyó una selección de sus
poemas.
Algunos años
después de su fallecimiento, en 1981, la Academia Argentina de Letras publicó dos
tomos con su obra completa, uno de su poesía y otro de su prosa.
Transcribo
dos de sus sonetos:
EL SANTO
En el
vetusto porche de la iglesia pueblana,
Un santo de
madera, desde hace ochenta años,
Siente caer
la lluvia que rueda de los caños
Sobre las
humildades de su cabeza cana.
En la
espalda del santo, donde se unen los paños
De su traje
simplista con la ojiva ventana,
Al ritmo de
los cantos de la ingenua campana,
Han hecho
tibio nido los pájaros huraños.
Y cada
primavera, como abriéndose un arca,
Salen muchos
gorriones del hombro del patriarca
Y se van los
gorriones con la nube que pasa.
Mientras se
queda el santo con su rostro de asceta
Y su cabeza
cana. La mano siempre quieta
Bendice
largamente los pinos de la plaza…
(La urna)
I
Entra la
aurora en el jardín; despierta
Los cálices
rosados; pasa el viento
Y aviva en
el hogar la llama muerta,
Cae una
estrella y raya el firmamento;
Canta el
grillo en el quicio de una puerta
Y el que
pasa detiénese un momento,
Suena el
clamor en la mansión desierta
Y le responde
el eco soñoliento;
Y si en el
césped ha dormido un hombre
La huella de
su cuerpo se adivina;
Hasta un
mármol que tenga escrito un nombre
Llama al
Recuerdo que sobre él se inclina…
Sólo mi amor
estéril y escondido
Vive sin hacer
señas ni hacer ruido.